martes, 3 de febrero de 2015

HASTA ÉL

Puedo decirme del amor (que tuve): que no sea inmortal puesto que es llama, pero sea infinito mientras dure. Que no sea correcto, elocuente o impecable, pero sea digno, nazca desde lo más puro. Puedo llenarme de miles de excusas, quinientas razones para quedarme, quinientas dos para marcharme. Puede él darme un argumento, puedo desarmarlo con mi pensamiento, porque aquí acaba y aquí empieza, un pasado bonito, un final incierto. Y es que heme aquí, en la mitad del resultado, a medio camino entre lo que fue y lo que no ha ocurrido. Helo a él tan tácito pero tan  poco evidente ante mis ojos que no lo ven, ante mis manos que no lo tocan, ante mi boca que ya no lo pronuncia. Cuando el amor me toca en un saludo, cuando me estremece en un “quédate”, entonces es ahí. Ahí, cuando el amor que tuve se vuelve más verbo que sustantivo.
Puedo decirme de ese amor que tuve (y puedo tener): que sea añejo, pues es historia, que sea como el alba, tan transitoria. Puedo asegurar que él, ese sentimiento y en ese preciso instante de abandono, también se desgarró, también pensó. Porque lo comprobé. Porque “adiós” exhaló, porque “no” yo pronuncié. Me fui, porque eso decía mi consciencia, “vete, no es para ti, no es para ti, no es, no es, no es”. La consciencia, esa que no me deja vivir. Me acerco al vaso de agua a medias que dejó, lo observo, y sé que contiene su energía, esa que dejaba él en cada objeto que tocaba, que miraba o creaba. Lo toco, lo siento y a esa energía entrar por la punta de mi dedo índice. Ya es el último objeto de la casa que termino de escurrir. ¿Y ahora qué? Ahora él.
Me levanto y me quejo. Me levanto y doy pasitos hasta él.
Voy a impedírmelo, porque no está bien… Las he dejado pasar, las veinticuatro veces que me sacudieron. Las oportunidades. Una la dejé en el tren, otra, en el árbol, otras en el abismo, en la oficina, en la cocina, en la playa. Tomo esta, porque es mía, como él. Como él, como él. Voy hacia ese lugar, mientras me decido a levantarme. Mi mente despierta.
Él me dice, “ya estás aquí, quédate. Quédate”. No recuerdo nada. Me pierdo.
Vuelvo a arrastrarme, con el rastro de agua en el dedo índice. Toco mi boca, toco mis ojos y los cierro. Recuerdo la primera vez, cuando estábamos en esa librería. Lo vi, lo vi mucho porque lo amé, me obsesioné con las manos, con el cabello, los ojos y las orejas. Fue el abril más hermoso de su vida, fueron los veintiún días más fugaces de mi existencia. Nos lo dijimos. Me sigo arrastrando, con el agua de sus labios en los míos. En los míos.
Ha sido el día más largo de mi vida, y el amor que tuve y que puedo tener, que me estremece, que me toca, que me quema como llama, que es infinito, que me da vida, que  me despierta a estos momentos de lucidez, de razón… Ese amor también destruye.
Me muevo con pasitos diminutos, con los ojos dentro del cuerpo, las manos en los oídos para no distraer al alma de lo que quiere. Siento el borde de la ventana bajo mis pies, siento el viento contra mi abdomen, contra mis ojos, mi rostro y mi piel descubierta. Lo siento a él, tan cerca del suelo, del fin.


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